En la Wiskypedia® dice que los conejos somos de “hábitos nocturnos”. Mientras me cuelgo la gabardina, el sombrero inglés, la bufanda escocesa, miro el reloj -las dos y cuarenta y cuatro a.m.- y pienso: pucha, es cierto. ¿De dónde vendrán estas costumbres lunares? ¿Será que el mundo espera de nosotros magia y misterio?
Agarro Ángel Gallardo y veo cómo mágicamente se convierte en Estado de Israel. ¿Quién decide estas cosas? Freno antes de Córdoba -para quedarme dentro del barrio- en la estación de servicio de tacheros, que sirven unas tartas de jamón y queso para chuparse las patas traseras, las de la suerte. Pongo cara de “acabo de estacionar el auto”, porque a los tacheros eso les gusta.
Oigo por encima de la tarta una conversación casual, alguien que lamenta la entubación del arroyo Maldonado, que -según versa el chofer en cuestión- bien podría haber sido nuestro Sena (por el río francés, no Ayrton). Aunque en su época, las gentes subían a los techos para evitar la crecida, algún encanto perdimos entre tubos de cemento. Anoto en mi libretita, previo barrer migas de la tarta, “ver qué onda con el Maldonado”.
OK, ustedes van a creer que yo invento estas cosas, será la fama de fabuladores que portamos los conejos, pero les juro que no soy yo, es la Wiskypedia®. Al parecer, el arroyo Maldonado toma su nombre de una mujer española, la Maldonado, que arribó a nuestras costas de la mano de Pedro de Mendoza. En aquella época, la joda entre españoles y latinoamericanos nativos (sí, ya sé, es por no decir “indios”) era de carácter beligerante. La ciudad de Buenos Ayres hallábase sitiada por los Querandíes, y el plato del día era hambre con hambruna.
La Maldonado, entonces -adivinamos en ella fuertes ganas de vivir- habría escapado de la ciudad hacia el campo y, en una “gruta de las barrancas”, quiso la providencia que asistiera a un puma a tener cría. A una puma. Como sea. Se ve que entre féminas hay códigos. Luego, la venturosa mujer, habríase unido a la tribu de “indígenas”, con quienes compartió comida e historias de españoles y partos felinos. Cuando los antedichos la encontraron en salvaje compañía, vieron a bien castigarla, y con ese fin la ataron a un árbol a la vera del arroyo, con la bonita idea de que se la comieran los yaguares o, como les decían los españoles, “tigres”. Violencia de género, allá por el siglo XVI.
La cosa es que los “conquistadores” (cuánta comilla, válgame Dios), no contentos sin la foto, volvieron a la escena del crimen a recuperar el cadáver, quizás con intenciones de hacer pública la desgracia de nuestra heroína. Pero la providencia, que adora los finales felices, como todo el mundo sabe, quiso ahora que aquel parto asistido por la Maldonado a una puma de clase humilde, diera fruto en una relación duradera, ya que la mujer no estaba muerta, sino al cuidado de un ejército de felinos. (La cita corresponde a un texto de Juan Carlos Maucor, “El Maldonado, un arroyo con historia”. Tú lo has dicho, Juan Carlos.)
Es así que podemos imaginar, en el curso del arroyo, un espíritu de mujer y, en el esfuerzo de entubarlo, una típica actitud masculina dominante. Dicen también que en el Maldonado aún pueden hallarse cardúmenes de bagres que anidan (sí, ya sé, los peces no anidan) en sus aguas, y que de noche, cuando el silencio de la avenida Juan B. Justo lo permite, se los oye cantar un dulce arrullo: No importa que me haiga dao esquinazo tu querer... El mejor tiempo fue ayer; aquí te espero al costao del arroyo Maldonado y al arroyo has de volver.
(Confirmo en mi libretita que ha pasado un año ya desde que empezara esta columna; feliz aniversario a todos los crespenses y demases.)
Por siempre, Pepe (Bigotes).