LLEGÓ AL BARRIO COMO PROFESOR DE DANZA EN EL PRIMER ESPACIO QUE TUVO EL INSTITUTO DE FORMACIÓN ARTÍSTICA (IFA) EN LA CALLE VILLARROEL, Y DICE QUE NO LO DEJARÍA NUNCA. ACABA DE INAUGURAR UN NUEVO ESTUDIO EN SCALABRINI ORTIZ Y CORRIENTES, DONDE DICTA CLASES DE DANZA CLÁSICA Y CONTEMPORÁNEA QUE BUSCAN ACOMPAÑAR A BAILARINES Y AMATEURS A EXPANDIR LA MENTE Y EL CUERPO DESDE LOS HUESOS.
Ante el atrofio muscular de la silla de oficina y la pantalla constante, despabilar músculos indómitos. Cultivar un tipo de paciencia y atención que funciona como una lente a través de la cual mirar todo lo demás de nuevo. Callarse, observar, escuchar, soltar, proyectarse, mover los brazos desde las escápulas y las piernas desde el fémur, avanzar a velocidad de un milímetro por día, conectar, bajar el tono muscular, no abandonarse. Aprender a bailar es aprender a escribir, a caminar, a hablar. Pero para acceder a todo eso tiene que llegar, primero, la ficha fundacional: un buen maestro.
El bailarín, coreógrafo y amante de Villa Crespo Lucho Cejas es eso (entre muchas otras cosas). Y un espacio para que sucedan esas cosas es lo que se propuso crear en el área de danza del Instituto de Formación Artística (IFA), que acaba de inaugurar un nuevo espacio en Scalabrini Ortiz y Corrientes.
Lucho nació en Rosario y empezó ballet a los 7 años en el Teatro El Círculo. Estudió clásico con Carina Odisio y contemporáneo con Cristina Prates mientras cursaba los primeros años del secundario en la escuela provincial de danzas Nigelia Soria, mirando videos de Pina Bausch o Isadora Duncan a los 13. A los 15 se vino a vivir solo a Buenos Aires para asistir al Instituto del Teatro Colón, después ingresó al Taller de Danza del Teatro San Martín, partió a Estados Unidos con una beca de estudio en el New York City Ballet y más recientemente estudió en el Real Conservatorio de La Haya y con la compañía holandesa de culto Nederlands Dans Theater. Sabe una tonelada, y comparte todo. Explica claro y extendido. Y exige el mismo compromiso que él pone al enseñar, sin importar si uno está preparándose para una carrera en el escenario o aprendiendo por curiosidad. Esa exigencia sirve para alinear, despierta, hace confiar a uno en uno mismo, y permite llegar al lugar en el que se puede descubrir algo nuevo.
Tus primeros profesores te marcaron, ¿por qué?
Carina Odisio no solo enseñaba danza, te apasionaba. Y lo mismo me pasó con Cristina Prates, era una apasionada de lo que hacía y todo el tiempo te daba información. La escuela Nigelia Soria era especial; la creó un grupo de bailarines que hizo mucha movida de danza en Rosario. Por ejemplo, tuve una profesora de plástica que daba la materia Morfología Visual, y nos hacía dibujar en hojas gigantes uno a uno cada hueso del cuerpo, cada músculo. Nuestro profesor de Música nos hacía escuchar obras, aprender a marcar compases, a contar la música, saber si era de estilo barroco, del Romanticismo, por qué; y en el examen final te ponía una obra y tenías que decir desde qué instrumento sonaba hasta de qué compositor era y por qué pensabas que era de ese autor. Una profesora de historia el primer día de clases dijo: “Esta es una clase distinta, yo voy a hablar, vamos a leer libros y a comentarlos, y cuando termine el año voy a tomar un examen”. Era un espacio de investigación que te ponía en otro lugar, te ibas acercando a materiales que te atraían, y cuando todos hacíamos una puesta en común de lo que habíamos investigado era súper rico escuchar al otro. Mi forma de ser y de hacer tiene que ver con que tuve la suerte de tener maestros muy apasionados con lo que hacían.
¿Cómo fue estudiar en el Colón y con el New York City Ballet?
El proceso de audición para el Colón fue algo hermoso, pero cuando ingresé, la organización no era del todo interesante. Por ahí teníamos clase a las 7:30 y recién a las 7 te decían en qué salón iba a ser. La rigidez era mucha; acostumbrado a un ambiente en el que un maestro te decía “Vamos a mirar un video, fijate esto”, a que no supiera ni siquiera tu nombre era un montón. Te decían “Muchacho, ¡rote!” (risas). Creo que era como una estructura de poder. Pero siempre teníamos clase, y el programa era interesantísimo. El NYCB fue muy intenso, pero me di cuenta de que claramente tampoco era mi lugar ese. Sentía como que ahí el cuerpo era descartable; ibas y te exigían, te exigían, te exigían, y no había más remuneración que el que te subieras al escenario. Te lesionabas y daba igual, problema tuyo. Cuando vi todo eso fue cuando empecé a pensar en que tenía que haber otra forma de enseñar, de aprender o estudiar esta disciplina.
¿Así fue como llegaste a la biomecánica?
Había tomado algunas clases y seminarios, pero fue cuando empecé con Luis Baldassarre que dije: “Ah, esta es la forma”. Él no solamente enseña ballet por biomecánica, enseña exactamente cómo es el mecanismo del cuerpo, te hace entrenar y entender la anatomía, vivenciarla en tu cuerpo, ver cómo puede servirte para el ballet. Y su clase es muy descontracturada, estás en un lugar de aprendiz y no de estudiante de escuela primaria. Existe el error, pero sobre el error te dice: “Vos tenés que hacer esto, esto y esto”, nunca “Sos un desastre”. David Señorán, que es mi maestro de danza contemporánea, también me enseñó mucho de esa forma de enseñar, de ser consciente, claro, responder a las preguntas del alumno con algo concreto. Y estudiar en La Haya, en Holanda, terminó de cerrar el círculo. Ahí me dije: “Ah, claro, hay una forma concreta, real, en la que tanto alumno como docente son seres humanos que pueden comunicarse”. Eso derivó en la construcción de mi forma de pensar dentro del IFA, en definir qué es lo que quiero de un espacio.
¿Qué pensás que puede obtener alguien de una clase con ese tipo de profundidad?
Entender a tu cuerpo realmente. Si vas a tomar una clase en donde la enseñanza es más blanda, la pasión desaparece y no podés entender que moviendo las escápulas o el plexo o el esternón también vas a soltar un montón de cosas tuyas del día a día. El movimiento bien impartido, con un mecanismo, con una orientación, puede mejorar un montón de cosas, puede sanar. Siempre y cuando esté bien orientado, porque solo asistir a una clase no te va a permitir ese otro lugar, si el que está impartiendo la clase no sabe qué quiere de vos. Creo que es muy importante que el alumno no sea un número, sino un ser humano que está construyéndose.
Además de la grilla de clases, el IFA tiene su propia compañía de danza. ¿Qué quisieron lograr con ella?
Veíamos que no había espacios para que un alumno, un aprendiz, pudiera experimentar la creación con un coreógrafo, dialogar con una persona que tiene otro bagaje. Cuando viene un coreógrafo y te dice: “Tenés que hacer esto”, y te encontrás con que tiene dificultad, con presión, después te parás en una clase con otra mirada. Eso hace que tengas muchas más preguntas, que tengas que ser más valiente en la clase para poder enfrentar ese otro lugar. Eso construye a un artista.
¿Qué te gusta de Buenos Aires y de Villa Crespo?
De la ciudad, que hay espacio para hacer de lo que te gusta tu vida. En Estados Unidos no me encontré, y en Holanda me encontré mucho, pero cuando estaba allá me di cuenta de que todo lo que tenía construido acá lo había elegido, que era valioso. De Villa Crespo me encanta todo. Hay lugares con mucho amor. Está todo cerca, siento que no es la ciudad caótica y tampoco es el barrio alejado, tenés la posibilidad de estar tranquilo si lo necesitás. A nivel artístico también está creciendo mucho.
Además del programa de danza para adultos, el IFA tiene ballet para niños y cursos de formación en actuación, canto, comedia musical, acrobacia y circo.