Todos los días a las siete de la mañana en punto, Claudio sube la persiana de su fiambrería en Warnes 570. Se trata del almacén Don Elías, uno de los lugares más famosos del barrio, aunque no todos lo conocen. Esta paradoja tiene su razón de ser: Claudio mantiene un perfil bajo desde hace más de 30 años, pero su pastrón es célebre entre los que saben y se mantiene como uno de los secretos mejor guardados del barrio. Claro que no solo de pastrón vive el hombre: su almacén tiene además una excelente selección de productos gourmet y otros típicos de la cocina judía.
Allí donde se esfuman los talleres de mecánica, su negocio recibe a clientes de todas partes, siempre abocado a las familias numerosas, a quienes les gusta comer rico y comprar a buen precio, con el pastrón como producto estrella (pechito vacuno ahumado que se ofrece en fetas o por pieza para preparar) y estantes repletos de panes caseros, quesos, fiambres, conservas, farfalej, bursht y dulce de leche. Basta pasar unos minutos adentro para destejer la dinámica del lugar que, como pocos, sobrevive a los avatares modernos y mantiene intacta y auténtica su esencia barrial, con clientes que en muchos casos son amigos desde hace largo tiempo, y donde cada compra es una oportunidad de charla y de intercambio que se disfruta.
Aunque Claudio parece un hombre de pocas palabras, ese folklore del almacén es lo que todavía hoy lo cautiva. “El almacén es comunicación, es donde se reúne la gente”, dice quien comenzó muy joven haciendo el reparto de la prestigiosa Compañía Argentina de Productores. “Hago esto desde los 15 años. En ese entonces íbamos de negocio en negocio y en el almacén se hablaba de política, del clima, de todo. Solo así sabías qué pensaba la gente”.
Se mudó a Villa Crespo a los 25 años, cuando conoció a Adriana, amante de la fotografía y su gran compañera tanto en la vida como en el trabajo. “Nos conocimos en Plaza San Martín en primavera. Le di mi teléfono pero cuando me llamó yo no me acordaba quién era. Quedamos en encontrarnos pero ella no fue”. Claudio no quiso quedarse con el sinsabor del plantazo y salió a buscar una aguja en un pajar. “Ella me había dicho que vivía en Versalles, así que le pedí prestado el auto a mi jefe y salí a buscarla. La vi en una de las entraditas de Gral. Paz, esperando el bondi. Nunca más nos separamos”. Destino o casualidad, ese encuentro no solo fue el comienzo de su matrimonio sino de su historia en el barrio.
Por esos años puso su primera fiambrería en Gurruchaga y Camargo. “Estaba al lado del Schule y trabajaba bastante porque las madres iban a dejar a los chicos y compraban antes de volver a la casa”. Dice que cuando puso ese local, que armó con unas máquinas prestadas que fue pagando por mes, nadie daba un peso. “Tenía pocos productos. Un día entró un muchacho a comprar y me preguntó hacía cuánto había abierto. Yo todo contento respondí que tres meses. Él, mirando el local con buen tino, porque tenía pocos estantes, me dijo ‘Te doy tres meses más’. Después vino un paisano que tenía un local a la vuelta. Me dijo ‘Pibe, poné algo, poné cajas vacías al menos, hacé como en el Once’. Yo, que no era necio, le hice caso. Ahí estuve 12 años. Ellos no contaban con que estaba yo en el negocio”, dice satisfecho y agrega: “También le agradezco a mi esposa que siempre me tuvo confianza”.
En 1995 mudó el negocio a Av. Corrientes y Acevedo. “Esa era una fiambrería de todos los días: leche, pan lactal, yogur, queso. Me fue bárbaro”. Pero tiempo después, la cuadra empezó a crecer, los bancos empezaron a alquilar los locales entonces se fue de ahí y por un tiempo tuvo un negocio mayorista, hasta que finalmente en 2010 desembarcó en Warnes con local propio. “Cuando volví me encontré con mucha gente que yo atendía antes. Por ejemplo, me reencontré con una señora ya grande, hija de un panadero famoso que estaba en Apolinario Figueroa y que hacía unos pletzalej bárbaros, que me dijo ‘Tus pletzalej me hacen acordar a los que hacía mi zeide’. Comentarios como éste lo reconfortan más que nada. Sin dudas para Claudio lo más importante fue, es y será la parte humana. “Soy un reo y el lugar donde estoy es el arrabal. En el barrio encuentro gente muy interesante y muy loca, que vale por sí misma, no por lo que tiene. Villa Crespo es eso”.
¿Cómo se le ocurrió lo del hot pastrami? En un bar mitzvá. “Teniendo fiambrería en Villa Crespo, yo compraba un buen pastrón casero. Y siempre que iba a una fiesta paisana llegaba el final de fiesta con el pastrón caliente. Un día pensé: ¿por qué vamos a esperar una fiesta para comerlo? Averigüé cómo prepararlo. Hice pastrones que no se podían ni comer, pero me lo tomé como un trabajo hasta que di con la mejor receta”. Entonces publicó un anuncio en un diario de la cole que decía “No espere una fiesta para comer pastrón caliente, cómalo hoy en su casa”. Y así su pastrón artesanal fue de boca en boca, causando sensación.
De cada diez personas que entran al almacén, siete piden pastrón. Para las fiestas, a veces se arma fila en la vereda mientras adentro el teléfono no deja de sonar. En el local sobrevuelan frases como “Qué rico todo” o “Me quedaría acá. Cerrá y dejame”. Le pregunto cual es su secreto y dice “Soy una persona constante, una de las cosas que te lleva, sino al éxito, a la supervivencia”, y agrega, rápido y pícaro al mismo tiempo: “La gente no es boluda. Como me enseñó mi mamá, lo importante es tocar el género y saber diferenciar si es algodón o no, no importa si es Calvin Klein o Calvus Kles”. Su mamá era modista. Cuando habla de ella se emociona. Recuerda que, así chiquita y flaquita como era, le demostró que era grande y poderosa cuando su papá murió. “Ella era mi nexo con el cielo. Éramos muy humildes, y no me avergüenza”, dice. “Yo soy un reo, me crié en la calle. Nunca tuve grandes expectativas ni ambiciones. Cuando era chico, salía del trabajo con la ropa de todo el día y la gente en esa época andaba empilchada en el colectivo, y como a mí me daba vergüenza subir así caminaba veinte cuadras para volver a casa. En ese trayecto veía las casitas con los autitos. Mi sueño siempre fue tener mi casa, mi auto, mi familia y un trabajo”, cuenta. Con el sueño cumplido, no por nada bautizó su almacén “Don Elías”. El nombre Elías, de origen hebreo, está sin dudas relacionado con la constancia, con la incapacidad de rendirse cuando uno quiere algo: un hombre al que le gusta pasar inadvertido pero que trabajará y se esforzará por aprender y mejorar cada día para cumplir sus sueños.
Le pregunto si disfruta su trabajo, dice que sí y agrega que “no importa si no hacés lo que te gusta, lo importante es que te guste lo que hacés”. Como dicta su signo Aries, también es impetuoso y directo, dice las cosas como son, aunque sabe que a veces la gente se enfada. Amante de los dichos, y como una gran estrategia para expresar lo que piensa, en su local, además de fotos antiguas, cuelgan muchos carteles con frases de personajes que admira, como Woody Allen o Frank Zappa, y otras anónimas y muy necesarias como “No sienta miedo de pedir que le fiemos, amablemente le diremos que no”. Claudio lo explica: “Yo creo que uno tiene que tener convicciones. Todo lo que cuelgo ahí es una convicción mía”.
Vuelvo a casa con una jalá esponjosa (pan trenzado), una generosa pieza de pastrami y el papel que lleva impresa la receta para prepararlo. Sigo las instrucciones y la casa se llena de un aroma mágico. El pastrón sale perfecto, es inigualablemente tierno y sabroso.
Me quedo pensando si Don Elías no será el alter ego de Claudio, aquel hombre bajo perfil que no ha dejado de trabajar ni un día para alcanzar sus metas. Mientras, incontables familias como la mía estarán sentadas a la mesa disfrutando su pastrón, sintiendo en este día cualquiera la alegría de un final de fiesta.
Don Elías, Warnes 570.