Como todo el mundo sabe, Villa Crespo es la mejor colección de objetos y sujetos del universo; esto significa que también hay muchos gimnasios.
Los hay rústicos, con máquinas de metal oxidado y aroma a gente, los hay modernos, con bolsas de boxeo y pelotas inflables, los hay místicos, con posters de Buda y frases de Confucio en las paredes, y los hay etcétera.
A lo que voy es que los gimnasios son como el amor, al principio te entusiasmas, pero después te duele todo el cuerpo, y al final te preguntas para qué vale la pena vivir, si todo es sufrimiento.
Los gimnasios también son como los moldes para preparar muffins, en el sentido de que uno cree que busca el que mejor se adapte a la personalidad de uno (que se calcula con el signo zodiacal + horóscopo Maya) cuando en verdad es el gimnasio el que te va dando forma de a poco. No sé. Quizás soy paranoico. O quizás todavía no encontré la dosis justa de ironía y sarcasmo. Quizás me falte un poco de sarcasmo. O de ironía. O de cúrcuma.
En fin. A lo que voy es que este marzo mi decisión es dar inicio al año en su tercer mes con una estricta rutina de dieta y ejercicio. Ponerle fin a la etapa expansiva de mi existencia y comenzar a retraerme hacia el núcleo de mí, en el sentido de que quiero bajar de peso.
Lo que pasa es que entrenar es más difícil que resolver el cubo mágico si uno es daltónico y ciego. Más que nada porque estar quieto es divino. Así es que estuve de paseo por los gimnasios del barrio, hallando la excusa perfecta para no entrar en ninguno.
“Este es demasiado techno, ponen la música esa punchi-punchi al palo, no la podría soportar más de cinco minutos.”
“Este tiene demasiados espejos, no quiero estar expuesto a lo ridículo que soy cuando hago esfuerzo.”
“Este en realidad es una panadería, entremos.”
Y entonces termino con una docena de sándwiches de miga -que hoy en día es equivalente a comprar un Lamborghini de oro y panda- feliz y miserable al mismo tiempo. Es por eso que terminé por instalar un equipo de entrenamiento en mi propio hogar, así puedo no ejercitarme sin salir de casa.
El equipo en cuestión es un “elíptico”. Y funciona bárbaro, en el sentido de que ambos estamos elipsando la parte en la que yo hago ejercicio. Es una elipsis larga. Dramática. Tipo la que hay entre trilogías de “La Guerra de las Galaxias”.
No sé. En la naturaleza, correr es la forma de evitar ser el almuerzo de alguien. En la sociedad, correr es una forma de ir hacia el almuerzo. Miles de almuerzos viven en mí. Soy el resultado de una larga serie de buenas decisiones gastronómicas que, todas juntas, resultan en un exceso de cariño (dice la balanza, pero qué sabe…).
Tal vez sea culpa de marzo, de la gente que insiste en empezar cosas en marzo. Porque uno viene demasiado blando de las vacaciones. Yo me tomo cuatro meses de vacaciones porque si no me estreso. Entonces en marzo estoy como súper relajado. Soy algodón al viento. Así que necesito todo un mes para volver al espacio mental desde el que se toman decisiones importantes. En marzo todavía me cuesta definir mermeladas. Es que las hay de muchos sabores, y ahora también agroecológicas. Mmmm, sabrosas y saludables.
Así que eso. Empezar en marzo es imposible. Pero en abril… todo será mejor en abril. Claro que sí.