—¿Y Virginia?
—Virginia está en Azul, se fue el jueves. Es de allá —me dice Andrés.
Andrés es mi vecino de arriba. Desde que arrancó la cuarentena que nos venimos cruzando en la terraza común. Yo subo a tomar sol y a leer. Él lleva varios días arreglando una mesa.
—Justo la agarró.
—Sí —dice casi sin ganas y se queda pensando. Noto cómo se le ensombrece apenas la cara mientras le da una pitada al cigarrillo de filtro blanco que tienen en la mano—. A su mamá le encontraron un cáncer.
—¡Uh, qué garrón! —siempre digo eso. Y siempre, cuando lo digo, me acuerdo de mi vieja, pobre, a la que se le están empezando a morir las amigas. Quedan cada vez menos en el grupo del colegio.
—Y eso que recién se estaban reponiendo de lo del padre —Andrés tira la colilla del pucho en una maceta llena de yuyos.
—¿Qué le pasó al padre?
—Se murió hace dos años. También de cáncer.
No digo nada. Sólo lo miro. La fórmula del “qué garrón” no funciona dos veces seguidas. Andrés deja el martillo y se viene a sentar al lado mío. Antes casi nunca hablamos. Apenas algún saludo cuando nos cruzábamos al entrar o al salir del PH. Es un tipo hosco, de esos petisos musculosos que te intimidan con la mirada.
Pero en estos días de encierro colectivo y sol nos la pasamos charlando. Así me enteré de que es de familia de milicos, la “oveja negra”, me dijo, y que le gusta tirar. Me contó que va una vez por semana al polígono de un amigo en Villa Bosch. Hablamos bastante de armas, en realidad es él el que habla, yo sólo le pregunto, porque no tengo ni idea, nunca disparé en mi vida.
—Era un tipo bravo, no era fácil caerle bien. Pero a mí me quería —Andrés se prende otro pucho.
Me cuenta que Virginia creció en una chacra en las afueras de Azul, y que siempre que iban a visitarlos el viejo lo ponía a laburar.
—Yo la pasaba fenómeno. Le daba una mano con lo que necesitara, lo ayudaba a arreglar cosas, el tractor, los techos, lo que fuera. Siempre me di maña —dice.
Escucho anécdota tras anécdota, Andrés habla y yo lo escucho, siempre hago eso, me gusta escuchar a la gente. Todos tienen historias para contar, basta con demostrar cierto interés y saber hacer las preguntas correctas, y muchas veces hasta ni eso.
—Una vez el viejo me pidió que lo acompañara. En el campo de al lado hay un criadero de chanchos. El viejo se quejaba de que se los enterraban cerca del límite con su campo y eso le contaminaba las napas. Había ido a hablar un par de veces pero no le daban bola los hijos de puta. Le dije que les teníamos que tirar unas lindas bombitas caseras, así, ¡pum! ¿Sabés cómo lo resolvés? Pero al poco tiempo el viejo enfermó y ya no se pudo hacer nada...
Hace un rato que se fue el sol pero todavía hay luz. El vecino del edificio de Aráoz está inmerso en su rutina de bicicleta en el balcón. Parece un hamster en su jaula. Con cada pedaleada que da va quemando un poquito de la ansiedad que le debe generar estar encerrado. En el balcón del edificio de la esquina de Padilla una chica está leyendo un libro que, adivino —o imagino, más bien, ya que está bastante lejos—, es un Anagrama azul, de los Compactos. Podría ser un Bukowski o un Murakami, Ryu, el bueno.
A medida que avanzaba el relato, la imagen del viejo se me iba haciendo más clara. Imaginaba a un hombre grandote, panzón, de voz gruesa y áspera, de esos viejos gruñones pero de alguna manera queribles. Y fue justo cuando más me estaba encariñando con el viejo que Andrés me dice:
—Se me murió en los brazos...
Veo cómo Andrés agarra otro pucho, el tercero, y lo prende. Hay tanta solemnidad y tanto de ritual en ese encender el pucho, pienso. Da una bocanada profunda, retiene el aire, deja caer la cabeza hacia atrás y larga el humo. Tiene la mirada perdida en el horizonte, como si el fondo azul del cielo lo ayudara a recordar.
—Una noche estábamos cenando en la casa. El viejo ya venía mal, estaba podrido de la quimioterapia, lo estaba matando más eso, me parece. Casi no había comido nada, y con lo que le gustaba morfar al viejo, imaginate. En un momento se levanta y dice: “Estoy un poco cansado, che, me voy a acostar”. Se paró, dio dos pasos y se desplomó ahí, paf, como una bolsa de papas. Traté de levantarlo pero no sabés cómo pesaba, con lo grandote que era y peso muerto, olvidate, no lo podía mover. La ambulancia tardó más de media hora en llegar. Yo me quedé ahí sentado en el piso, agarrándolo de la cabeza y la espalda. Lo tenía medio abrazado, así. Virginia y la madre a cada lado, le apretaban fuerte las manos y le decían que estuviera tranquilo. Pero el viejo ni se movía, babeaba nomás, no decía nada.
Y ahí, después de un rato, lo sentí, lo sentimos todos... —Andrés deja el pucho y me mira. Tiene los ojos encendidos.
—Así, de golpe. Es un instante que no dura nada, es impresionante. Y no hubo ni un espasmo ni unas palabras de despedida ni una mirada, nada. Yo lo tenía pegado contra mi pecho, lo venía sintiendo, el vaivén, el cuerpo, la respiración, hasta que se quedó ahí, duro, no arrancó más. No te lo puedo explicar. No se te va más esa sensación.
Nos quedamos un rato callados.
No hay un solo sonido en todas las manzanas a la redonda. El hamster sigue firme en su bici pero no pareciera estar pedaleando, como si se estuviera tomando un descanso. Unos pisos más abajo una señora pone a secar unas sábanas, lo hace sin ningún apuro, hasta con cierta gracia. El silencio es absoluto. No se escucha ni un auto en la calle ni música lejana ni voces de ningún lado, nada. Como si todos los vecinos de alguna manera también hubieran estado escuchando el relato de Andrés y ahora se quedaban así, inmóviles, respetando la solemnidad del momento.
—Virginia estuvo muy mal, lo amaba al viejo. Y ahora esto…
Y es acá cuando me doy cuenta. Claro, por supuesto, los dos viejos mueren de cáncer en poco tiempo. Entonces lo miro y me pregunto si Andrés conecta los dos hechos: la contaminación de las napas y el cáncer de sus suegros. Dudo en decírselo, nunca sé cómo puede reaccionar la gente. Se me ocurre que tal vez le podría prestar o regalar Malcomidos de Soledad Barruti, o Envenenados de Patricio Eleisegui pero no tiene para nada pinta de lector. O podría hablarle nomás de los agrotóxicos y las fumigaciones, del desmonte, o de la producción industrial de animales y la cantidad de antibióticos que les meten y que son también las causas de esta pandemia maldita que nos tiene acá encerrados. Pero no sé, siempre tengo miedo de parecer un loco de esos que tratan de convencer a la gente. Y quizás este no sea el momento.
Andrés se levanta y empieza a guardar las herramientas. El hamster de la bicicleta volvió a pedalear. El mundo ya puede seguir girando. La mujer que colgaba las sábanas entró y cerró la puerta de vidrio del balcón. La chica que leía el Anagrama agarró el celular.
—No te quería amargar, che —me dice antes de despedirse y bajar las escaleras.
—No pasa nada.
Yo me quedo un rato sentado, mirando al cielo. Ya tendré la oportunidad, pienso, la cuarentena parece que va a ser larga.