Aunque parezca una obviedad hace falta decirlo: el Covid hizo visible nuestro hábitat con el imperativo del encierro. ¿Acaso en estos meses de cuarentena no sentimos la necesidad de hacer algún cambio en el hogar, de volverlo un espacio más habitable? Reordenar la casa, vaciarla; marie kondear todo lo que ya dejó de sparkear joy. Encontrar un objeto perdido en un cajón y darle protagonismo. Esos objetos que como dice el sociólogo Harmut Rosa, “se transforman en parte integrante de nuestra experiencia de vida cotidiana, nuestra identidad y nuestra historia. En este sentido, el yo se extiende sobre el mundo de las cosas y a su vez las cosas se transforman en habitantes del yo”. Esa cita aparece en el libro En casa de Mona Chollet, un ensayo que defiende la reclusión doméstica problematizando todo lo que eso conlleva y que en el fondo se mete con preguntas que calan hondo: ¿cómo queremos vivir nuestras vidas? ¿cómo son los espacios que habitamos? ¿qué pasa con el tiempo que necesitamos para habitarlos? Hace unos meses, entrevistada por el diario El país, Chollet se refirió su libro que, en tiempos de coronavirus, volvió a circular con mucha fuerza: “Al escribir hace seis años En casa, mi alegato a favor de los hogareños, no pensé en un virus como una de las razones que nos pudieran autorizar a permanecer enclaustrados. (...) Me alegra que algunos, en estos días, encuentren este libro reconfortante, pero yo también siento cierta amargura, cierta nostalgia, cuando pienso en el estado de inocencia en que lo escribí”. La entrevista sigue: “Es el momento idóneo para realizar todas esas actividades que requieren largos periodos de tranquilidad: soñar despierto, escribir, leer, dibujar. Ordenar, también, siempre que no se considere un gesto pragmático, sino la ocasión dar un vuelco a todo nuestro ser, una forma de remover las capas sucesivas de nuestra historia, de recuperar la identidad completa, de actualizarla”. Releo esas palabras porque necesito reafirmarlas: “dar un vuelco a todo nuestro ser”. Estar encerrades en casa quizás sea una oportunidad para devolverle la mirada a todo lo que nos rodea.
Una palabra que resonó muy fuerte en estos tiempos es wabi sabi, un concepto japonés en donde wabi tenía una connotación negativa (la miseria de vivir solo en la naturaleza, lejos de la sociedad) y sabi significaba austero, apagado. En el siglo XIV ambas palabras evolucionaron hacia un sentido positivo porque empezó a apreciarse la vida solitaria del ermitaño: se la empezó a considerar una oportunidad para desarrollar la riqueza espiritual. Leonard Koren escribió un libro acerca de este tema y para resumir un poco su definición de wabi sabi dijo que se trataba de un estilo de vida que promovía la apreciación de los detalles pequeños del día a día y ponía el foco en la belleza de las cosas inadvertidas. “La simplicidad cobró un nuevo significado como la base de una nueva belleza pura”.
Quizás no hace falta dar vuelta la casa para que parezca sacada de revista de decoración. Simplemente observar nuestros hábitos, ver qué cosas nos reconfortan: quizás una pequeña taza de cerámica hecha a mano sea más amigable para el té/café de cada día que una taza industrial. Quizás exista el momento de generar un rincón despejado en la casa donde poder prender una vela aromática que nos transporte a un lugar feliz de nuestra memoria olfativa. Quizás una manta tejida sobre el sofá nos invite a sumergirnos más profundamente en la lectura, o en el sueño.