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por Aida Torrico

ANA, LA DEL ARTE QUE SANA


Ana, sentada en la pequeña mesa arrimada a la pared, teje, pinta y dibuja. Dice que no sabe dibujar, recurre a las líneas y manchas abstractas con tintas de colores a lo Jackson Pollock, pero claro, el chorreaba pintura en grandes superficies. Ana crea arte en pequeño.


Por las tardes en Las Lilas de Villa Crespo, los viernes, nosotras las mujeres de teatro, escritoras, poetas y pintoras, llegamos ansiosas de soñar con esa otra realidad que creamos por horas o instantes para evitarnos correr como dice Rosa Montero El peligro de estar cuerda.

¡Qué emoción! cuando paso por allí y veo a mi amiga abstraída en ese trabajo silencioso, rodeada de esos objetos tan variados y pequeños. En este refugio del barrio hago una escala especial. Me llama la atención el portallaves con el collage del mapa del Chaco y Santa Fe, allí brilla la bicicleta rosa de la niña que está quieta y la espera. La bici es más grande que el río - me digo- conmueve al verla. Convoca a la niña ausente que la había dejado en ese vasto territorio de ríos, representados por líneas azules y de caminos en tinta negra que recorre los campos de tierra colorada, hasta los bordes del mapa.


Llevaré conmigo el portallaves, en donde terminará la llave de casa, la llave testigo.

- Colgaré mis llaves en el mapa -le digo

- ¡No me olvides! Te dirá- me dice Ana

- Sí, como la flor.


Ana sigue su trabajo con manos laboriosas, exhibe las mesitas para nuestros niños con bobinas de papel, las cubre con la técnica del decoupage, aparecen conejos y pájaros, mares y ballenas. En la vidriera sobre Camargo veo que están los banquitos materos patinados, verdes y azules, también quiero el azul. Admiro las bandejas, con el fondo de ciudades antiguas que parecen salidas de Las ciudades invisibles de Calvino. Sobre ellas repasadores bordados con chefs de sonrisa ancha que nos auguran buena cocina.


Ana teje y desteje su historia, sigue creando la trama de sus mágicos mapas.


* * *

Brote


Asomó el brote de la flor de nácar, chiquito, tierno, en el envase con el puñado de tierra que trajimos de la casa. De la casa que tuvimos que vender. En este pequeño departamento no hay lugar para las plantas. Dejar la casa me dio tanto odio y tristeza, pensé abandonarla a su destino de planta sin sol ni aire fresco. Meses estuvo entreverada con muebles y cerámicas, ignorada por nosotros, pero dentro del frasco con agua crecieron las raicillas porfiadas. La flor de nácar es difícil de prodigarse. De perfume suave, tiene coronas de pequeñas florcitas rosas, nacaradas, dispuestas como sombrilla, cada florcita contiene una gota de rocío a punto de caer. Va sostenida por gajos flexibles y hojas carnosas, suculentas.


Empecé a creer que podría sobrevivir, previo la campaña de auto convencimiento para ocuparme de trasplantarla a la maceta. Un día me decidí, puse un papel de diario en la cocina y con recelo la saqué del agua verdosa. Hice un hueco en la tierra que traje de la casa, y planté los tres gajos con raicillas blancas, cuidé que no se rompieran y aporqué la masa negra, húmeda, compactándola en torno a los tallos. Me hizo bien desgranar la tierra húmeda entre mis dedos.


Este domingo, emocionada, descubrí la hojita verde nuevo, desplegándose, brillaba bajo el único rayo de sol que atraviesa al medio día ese preciso lugar sobre la mesa del comedor. La regué para retribuirle este regalo, tal vez sea como recuperar el sentido de casa, retornar a ella.


*****


*Aída dicta un Taller de escritura para adultos en La Biblioteca Popular Benito Nazar, Antezana 340.

Por consultas e inscripciones escribir al 1157387846 o a bibliotecanazar@yahoo.com.ar

(Ilustración de Curtis Botanical Magazine)

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