Ya se sabe que en Villa Crespo el corte de luz es ese amigo que visita cada verano: viene con las manos vacías y se lleva todo lo que hay en la heladera mientras la poca paciencia que nos queda se escurre junto al sudor por nuestra piel plagada de picaduras, en medio de una epidemia de dengue.
Tan tradicional como las blancas navidades de las gaseosas de cola o las playas paradisíacas de las gaseosas de limón, es el pesebre de indignación que representan cada año los habitantes del barrio, cortando calles o avenidas, al candombe de las ollas y los utensilios de cocina.
Muchos años -debo confesar- los observé con interés antropológico desde la distancia de mi casa donde siempre mi computadora encendida zumba, esté o no mi persona al mando de sus computaciones; no la apago nunca porque me tranquiliza saber que su pálida luz alumbra mi ausencia, ay… es mi antorcha en estos juegos olímpicos interminables donde a veces nadie compite y a veces no entramos todos en la pista.
Pero este marzo aconteció que el zumbido se interrumpió, y se pudrieron en el freezer las milanesas. Es que la luz nos eligió para sufrir su maldición, su intermitencia cruel de esperanza renacer y ser aplastada en un continuum de comprar milanesas y congelarlas, sólo para que vuelvan a pudrirse sin el frío que el resto del año garantiza su conservación, pero que en el verano resulta un bien esquivo.
O sea, estuvimos sin luz un mes. Una bosta. No sé por qué pintó tanta poesía para decir algo tan simple. El tema es que cada semana la luz volvía un día o dos y se volvía a ir por cuatro o cinco. Sin aviso. Y nos tocó la peor parte a unos pocos que, como el pueblo Hebreo, fuimos elegidos por la tragedia selectiva de un caño roto que al parecer desembocaba en un transformador, o algún otro tipo de aparato relacionado a la distribución de energía eléctrica, no sé, un bobinador, un capacitante, un saltarímetro. Éramos nosotros, un par de locales, la mitad de un edificio, y alguna casa más. Un grupo reducido y por lo tanto fácil de ignorar para las grandes corporaciones de servicios que, encima, debían trabajar en tándem para resolver nuestro problema al ser éste de origen mixto, hidroeléctrico, como la central Pichi Picún Leufú situada en las provincias de Neuquén y Río Negro.
Cuestión que todas las semanas, al anochecer, nuestra pequeña familia partía en peregrinaje, dejando al can a cargo de la oscuridad, para cenar en algún boliche económico de la zona donde remunerábamos nuestras consumiciones a fuerza de cargar unos veinticinco objetos eléctricos, a saber: celulares, bancos de poder, ventiladores chinos, luces de noche (chinas), luces de emergencia que vaya uno a saber de dónde son pero probablemente también sean chinas, dos computadoras portátiles, una Tablet, en fin, la totalidad de las cosas que poseemos que, al ser enchufadas, almacenan energía, sólo para dormir con la tranquilidad de saber que al día siguiente podríamos encender esas cosas y sosegarnos al arrullo electromecánico de lo que sea.
Obviamente entre el cemento de la tragedia florecieron también fugaces momentos de alegría, de juntarnos en familia a cantar canciones de publicidades y/o canciones de ahora que escuchamos gracias a nuestra hija, la mayoría súper inapropiadas para su tierna edad, pero hay cosas que ya dejamos que se deslicen por el tibio caño del desagote que propone el agotamiento… es que cuando no hay luz las cosas tienen menos importancia, y suceden con mayor lentitud. La luz natural chorrea por la pared como si no tuviera nada mejor que hacer.
Somos un reloj de arena gigante. ¡No, de sol! ¡Quise decir un reloj de sol! Bueno, un reloj de arena un poco también. Qué se yo, el día y la noche juegan por turno, nosotros nos acostamos y nos levantamos, cargamos los celulares y los descargamos. Parece un poco un juego de azar o de infortunio.
Por suerte Marzo se fue y la luz ya volvió. El verano también se fue. Queda nomás la queja y una sensación de peligro, pero poquita, ya casi nada. La luz de emergencia junta polvo y la heladera una vez más garantiza la perpetuidad de las milanesas; incluso las de pollo. Todo gracias a la luz.
Luz, divina.
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