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Foto del escritorPepe Bigotes, un conejo en Villa Crespo

NINJAS POR TODAS PARTES...



El modo de vivir la vida del conejo es muy similar al del ninja: pasitos suaves, absoluta certeza y fluidez en cada movimiento, mucha facha. Los ninjas esconden la facha porque son muy modestos; en eso discrepamos. Yo llevo la mía a flor de pelusa. Pero algo anda pasando con los ninjas, que últimamente dejan más rastros de lo habitual. Sin ir más lejos, el otro día uno se comió una torta húmeda de naranja y dulce de merthiolate con mi boca, no dejó ni las migas. Aunque su accionar fuera invisible a los ojos -serían trabajadores esenciales, los ninjas, para el Principito- las marcas de su increíblemente sutil emprendimiento son fáciles de apreciar dado el hecho de que apenas me gusta el dulce de merthiolate, y no soy tan fan de la naranja en las tortas húmedas. Y para peor, a la hora de la digestión, ni rastros quedaban de los ninjas; sólo mi pobre duodeno y un Everest de arrepentimiento. 

A veces también me pasa que hallo una media: ninjas. ¿Qué estarán haciendo con la otra? ¿Será que piensan que el don de la fortuna que habita las patas de un conejo se transmite por ósmosis a la tela que las recubre durante el día? Sólo durante el día obviamente, pues prefiero el congelamiento de las extremidades a romper el protocolo de la pata libre nocturna.  

Tal vez oyeron los ninjas del poder antibiótico de una media de conejo que ha sido utilizada sin piedad durante todo un fin de semana largo. Digo antibiótico en el sentido aniquilador de la vida. Tal vez los ninjas ahora también trabajan desratizando baldíos en la zona de Hipólito Yrigoyen y Toulouse Lautrec, que está lleno. Viste que ahora todo el mundo tiene dos trabajos. 

A veces también creo que los ninjas deben andar mirando noticieros con mis emociones, ya que de la nada me asalta la sensación horrible de que una tragedia ha sucedido y no sé dónde. Escapo entonces por Gurruchaga hasta Matisse, doblo en Quinquela Martín y hago refugio en cualquier café de especialidad para quejarme internamente de la tibieza del cortado, que seguro tuve que pedir por otro nombre. Una tragedia manejable, familiar. 

A veces también creo que los ninjas piensan en el futuro porque empiezo a ver todo negro, como si bailara un lento con Batman y mi cabeza reposara de lleno en su hombro, guarecida. ¿Será amigo de la yuta, Batman? Es probable. Mejor no cruzarlo si suena Aspen.  

A veces también creo que los ninjas preparan cantidades industriales de ceviche, o empanadas caseras de carne cortada a katana, ¿si no cómo se explican estos raptos de llanto en la fila de la farmacia? ¿Serán los ninjas de los laboratorios que suben los precios de los medicamentos? 

A veces igual también disfruto de la compañía tácita de los ninjas, como cuando le compro un vino caro al simpático vinotero de Camargo y Minujin, aun sabiendo que lo más caro será la disquisición que deberé soportar respecto de las virtudes de un derivado de la uva al que seguro le pondré soda, ahogando las sutilezas que el simpático vinotero halaga sin prisa, pero sin pausa; entonces imagino que más tarde, con la copa ya servida, reiremos con los ninjas del absurdo de los rituales que nos unen los unos a los otros, las teorías y explicaciones que repetimos para darle forma a ese regalo que es el caos. A los ninjas el vino con soda los pone súper existencialistas, siempre. 

Antes que se termine la botella, seguro los ninjas empezarán a tirar estrellitas puntiagudas contra las paredes con mis manos; les gustan esas bromas destructivas. Sobrio, tendré que juntarlas, para no asustar a las visitas. La pared está cubierta de hoyuelos que dan cuenta de la presencia de los ninjas: a esto me refiero cuando digo que ya no se cuidan como antes.  

Cualquier día me encuentro a uno en el baño, o durmiendo la siesta en el techo. En ese caso, lo más probable es que me aleje despacio, sin hacer ruido. No quiero que piensen que los descubrí y arruinarles así la tarde. 



 

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