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Foto del escritorAVC AMO VILLA CRESPO

Rayuela - Por Patricio Rago

Actualizado: 17 mar 2021

Esta crónica forma parte de «EJEMPLARES ÚNICOS» (Ed. Bajo La Luna, 2019) donde nuestro amigo librero de Aristipo Libros, relata con emoción e inteligencia sus vivencias y encuentros dentro y fuera de la librería de usados de Scalabrini Ortiz y Aguirre.


La primera gran compra que hice como librero fue en una casona en Olivos, a unas cuadras de la quinta presidencial.

La cuento no sólo porque fue maravillosa, sino porque, además, pasó algo extraordinario.

Recién arrancaba con la librería. Había llegado hacía unos meses de Barcelona y algo tenía que hacer. No podía seguir rascándome el higo mientras me gastaba los pocos euros que había traído. Todavía me acuerdo de la cara de preocupación de mi madre y mi abuela cuando les conté que iba a vender libros usados –creo que mi abuela sigue sin entender que se pueda vivir de esto; a veces me pregunta cómo va la librería y, cuando le digo que bien, me sonríe como si sospechara que le estoy mintiendo–. Empecé comprando cosas sueltas en parques y ferias, que después publicaba en internet. Subía los libros primero a MercadoLibre y después –ahí surgió el nombre: Aristipo1– a una página web que me habían hecho unos amigos. No tenía el local. Los retiraban por casa o se los mandaba.

Por lo general la cosa es así: todo empieza con una llamada. Un día suena el teléfono, atendés y resulta que del otro lado hay alguien que te dice que tiene una biblioteca entera para vender. Literatura, filosofía, ensayo. Después de acordar día y horario, cortás, y a partir de ese momento tu cabeza empieza a hacer lo que más le gusta hacer en la vida: imaginar. Es inevitable. Entonces, con infantil alegría vas concibiendo la biblioteca que querés encontrar. La imaginás con cosas increíbles, ya que estás, desde libros imposibles que venís buscando hace años, hasta ejemplares únicos, raros, descatalogados, de esos que te pagan de sobra el lote. Primeras ediciones, manuscritos, cartas, esquelas. La primera del Quijote, 1605, dos tomos, impecable, hermosa, firmada por Cervantes y anotada por Borges en su juventud, ponele –Borges le cambia el final, obvio, lo mejora–.

Es una sensación única. Estás entregado a la aventura, al azar, al destino. Puede pasar cualquier cosa. Esa noche le prendés una vela al Gauchito, invocás a Dionisios, dios patrono de la librería, estás ansioso, sabés que te va a costar dormir –a veces sueño que voy a ver bibliotecas: siempre me pasa lo mismo, en el sueño voy separando los libros en el piso, y en un momento, por alguna razón, salgo de la habitación, y al volver, ya no están, desaparecieron–.

La mujer que me abrió la puerta de mi primera gran compra tenía el pelo lacio, gris, y la cara seria, dura, inexpresiva. Los ojos verdes, algo idos, como apagados, parecían estar mirando hacia otro lugar.

Entramos por un pasillo y llegamos al living. Ahí la vi. Ese es el momento en que la realidad confirma, supera o se arrima a la fantasía, o simplemente la destruye, la aniquila. La biblioteca ocupaba toda una pared hasta el techo.

–Estos son los libros –dijo y se fue a hacer alguna otra cosa.

Era una biblioteca hermosa.

Fante, Broch, Simone de Beauvoir, Costantini, mucho Borges, Marechal, Briante, cosas raras de Sturgeon, Asimov, Barnes, Ishiguro, Munro, Banville, Ribeyro, Scorza. También libros en inglés y francés, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Malraux, Flaubert, Artaud, Tristan Tzara. Y Tolstói, Brodsky, Tsvetáieva, Gogol.

Me acuerdo que ahí compré los tres tomos de Dostoievski en Aguilar que me terminé quedando para mí y cuyo primer tomo tanto buscaría Miguel años después en el viejo galpón de Almagro. Una edición cubana del Confabulario de Arreola, la traducción de Pizarnik de La vida tranquila de Duras.

Uno tras otro fui separando los libros que me interesaban. Cuando terminé, los puse todos sobre una mesa enorme que había en el living. Los conté. Eran más de trescientos.

–Disculpe –dije en voz alta.

Como no obtuve respuesta, caminé hasta la puerta por donde la mujer había salido. La encontré en la cocina embalando unas copas.

–Ya terminé.

–Arriba hay más –dijo.

Subí. En una bibliotequita encontré tres ediciones de los Karámazov –una de Cátedra– y cosas de Carver, Emily Dickinson, Dagerman, Marai y Silvina Ocampo. Una fiesta. Aristipo en el País de las Maravillas. Fui haciendo montones en el piso.

En un momento, al vaciar uno de los estantes, contra la pared del fondo, reconocí en una pila de libros acostados la tapa negra de Rayuela en la edición de Sudamericana. La abrí. Era la primera.

Hay emociones muy difíciles de transmitir, esta es una. Imagino que debe ser parecida a la que sienten los arqueólogos al mejor estilo Indiana Jones cuando encuentran un tesoro. Sudor frío, palpitaciones, euforia, adrenalina. La sensación de que el sueño más absurdo, más exagerado que tuviste, se está haciendo realidad. Todo se enrarece, se espesa, se hace más lento, como si estuvieras muy drogado, pero lúcido; algo te recorre, adentro, como un torrente –una forma nueva del miedo, también– que te eriza los pelos de la nuca y te abre los poros de la piel. Querés gritar, lo necesitás, el cuerpo te lo pide para liberar esa tensión, para sacarte de encima toda esa intensidad, esa locura, pero no podés, obvio, te la tenés que bancar como si tuvieras los dos anchos, por lo menos hasta que salgas de ahí. Apretás los dientes, los puños, respirás.

Entonces, con toda la sangre fría de la que fui capaz, lo levanté y lo giré para ver cómo estaba, y ahí vi que le faltaba la contratapa.

Un bajón.

Apoyé el libro sobre una de las pilas que había hecho en el suelo y empecé a revisar los estantes con los libros que habían quedado. Corrí las cortinas, levanté unos almohadones, me arrodillé para mirar detrás de los sillones y debajo de los muebles.

Nada.

Revisé, otra vez, los mismos lugares que ya había visto, entre los libros que quedaban y los que había separado; revolví también unas revistas que había en una mesita ratona, entre unas fotos.

Nada.

Me acerqué entonces al hueco de la escalera, no se oía un ruido. La mujer debía seguir en la cocina. Así que, sin pensarlo dos veces, me metí en las otras habitaciones. Ya fue. Miré debajo de la cama, en los placares, el escritorio y el baño.

Nada.

Bajé las pilas de libros y los puse sobre la mesa con los otros.

Como la mujer seguía sin dar señales de vida, volví a subir y busqué, otra vez, con inquebrantable fe, en cada uno de los rincones que ya había revisado. Tenía que aparecer. Moví, despacio, algunos muebles; abrí cajones, hasta levanté los bordes de una alfombra. Miré y miré y volví a mirar por todos lados.

Nada.

Tierra pelada, desierto y desolación.

Bajé.

La mujer estaba en el living.

–Si no le molesta quisiera dar otra mirada a la biblioteca –le dije–, siempre se encuentra algo más.

La mujer asintió en silencio, no parecía importarle demasiado.

Hice una búsqueda exhaustiva. Revisé cada centímetro de los anaqueles, me fijé si sobresalía de algún tomo, o si estaba detrás, acostada, o pegada entre dos tapas; la busqué y la busqué –hasta abría los libros más grandes, los levantaba–, pero no la encontré.

Al final me tuve que rendir. La mujer hacía rato que me miraba.

Le hice una oferta que aceptó sin dudar.

Embolsé y me fui.

El libro me lo quedé, lo tengo en casa. Lo puse en uno de los estantes de arriba, entre los ocho tomos de Platón y las obras completas de Borges. Aún busco esa contratapa. La espero. No tengo remedio. Lamentablemente no se puede sacar de otra edición posterior y pegarla porque las demás ediciones son apenas más chicas. Ya lo probé.

Igual no pierdo la fe. Será mañana o dentro de muchos años, pero sé que un día va a aparecer una primera recontra subrayada, hecha bolsa, pero con la contratapa intacta y apenas desprendida. Entonces la tomaré con mis dedos y la terminaré de arrancar. Después voy a agarrar la cola de carpintero que uso para reparar los libros y la voy a pegar con mucho cuidado en mi ejemplar.

Calculo que la venderé y con la plata me haré algún viaje o me la voy a quedar a modo de jubilación o para alguna emergencia, no lo sé todavía.

Mientras tanto, a veces, cuando la veo en mi biblioteca –y aunque sé que lo más probable es que ya no exista más–, me divierte pensar en esa contratapa original, en ese trozo de cartón que debe andar perdido por ahí, en algún lugar de la ciudad. Imagino que alguien la encuentra sin tener ni la más puta idea de lo que es, o de a qué ejemplar pertenece y lo que podría valer si se la juntara con el libro, y entonces la tira, como se tiran las cosas sin importancia.

Pero el mundo funciona así, me digo, está lleno de gente que se deshace de cosas cuyo valor desconoce mientras que hay otros que todavía las siguen buscando.



1- Poco se sabe de Aristipo. Dicen que nació en Cirene, al norte de Libia, en el año 435 a. C. y que murió en esa misma ciudad en el 350 a. C. Parece que en su juventud viajó a Atenas, donde fue discípulo de Sócrates y que, al volver, fundó la llamada escuela cirenaica. Fue uno de los primeros filósofos que predicó el hedonismo. Algunas anécdotas y testimonios acerca de su vida fueron recogidos por Diógenes Laercio en su Vidas de los filósofos más ilustres. No hay mucho más. De su obra no se conserva nada, apenas algunas cartas, todas dudosas. La historia suele ser bastante aburrida, así que con el tiempo me fui inventando una biografía mucho más interesante. Entonces, cada vez que me preguntan por Aristipo, digo que era un filósofo griego de la escuela hedonista, un loco hermoso –lo imagino flaco, fibroso, de piel oscura y rulos negros, una especie de Ronaldinho pero con túnica blanca–, un predicador del placer en cada una de sus formas. El filósofo del cuerpo, de los sentidos, de las experiencias vitales, intensas, ricas, transfiguradoras. Lo imagino bromista, juguetón, alegre, despreocupado –su risa enorme, luminosa, llena de vida–. Lo imagino tierno, sensual, romántico, salvaje, un soñador capaz de quedarse horas y horas mirando el mar sin pensar en nada.

De a poco voy creando el mito, me divierte.

Y cuando me canso de hablar de la doctrina del placer como bien supremo, hablo de política, que es la otra cara de la misma moneda. Entonces digo que era un revolucionario –lo llamaban Aristipo El Africano, miento–, un militante de las causas de liberación de los pueblos oprimidos, y que por eso fue perseguido y condenado. Sus obras ardieron en hogueras públicas, sus enseñanzas fueron prohibidas. El filósofo del ocio. Un apologista de trabajar lo menos posible, y siempre con amor y dedicación, y en igualdad de condiciones. Me gusta imaginarlo organizando cooperativas, llamando a la desobediencia, agitando la autogestión, boicoteando los monopolios. Una economía sin patrones. Nada de dejarse explotar por el imperialismo griego, nada de comprar lo que el imperio produce.

Hasta me inventé –y me sigo inventando– una sociedad aristípica, con una ética, una organización política, una educación, una arquitectura, y unas pocas leyes. La principal: Prohibido explotar.

También le inventé algunas obras: Sobre la desnudez, Tratado sobre el olfato, De la importancia de los mimos, Acerca de la risa, Contra el poder, Sobre el derecho a la luz del sol, todas perdidas, por supuesto.

Nada se sabe de su muerte, pero me divierte pensar que Aristipo murió de viejo, en su casa, en una fiesta a la que convocó a todos sus amigos para despedirse. Sus últimas palabras fueron: Puto el que lee. LT


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