Tuve el otro día un momento de barrio absoluto: resulta que fui al banco, como hace uno cuando precisa de la máquina generadora de guita, porque ahora es todo muy tarjeteate esto, tarjeteate lo otro, pero yo le veo los ojos de quienes atienden locales y cuando le decís que va la tarjeta de débito suspiran, por eso intento imprimir guita en el banco siempre que puedo, para ayudar a la economía.
Y no va que la otra vez tan entusiasmado estaba por imprimir los últimos billetes que me quedaban, que salgo con lo impreso y ¡zacate! no me llevo la tarjeta; la dejo ahí con la contraseña puesta, para que cualquiera venga y se lleve los 25 australes que me quedaban en el haber, aquellos que deposité con tanto cariño en la primavera del ’87, tras comprarme un poster Pagsa.
Así es que salgo con la guita hecha un puño y la mirada en el horizonte y sin la tarjeta, encaro las cuadras que me separan de mi deber divino, el comprar las compras, el abastecer al hogar de materia prima con la que estofarnos por dentro.
Y en ese trayecto es que me suena el celular y salto, porque no estoy acostumbrado, sólo tengo teléfono desde el ’98. Resulta que es mi señora esposa quien me dice: “te olvidaste la tarjeta en el banco”. Y en ese momento no lo sabía ni yo. Entonces, luego de un toqueteo de protocolo, descubro que sí, que en efecto es cierto, no tengo mi tarjeta. Incornio.
Viajo con mi mente hacia atrás y entiendo que la deje con la clave puesta, los australes, primavera del ’87, etc. Pero más me importa lo otro, “¿cómo sabés?”, le grito al teléfono, ignorando a propósito el hecho de que hay un tope para su capacidad de reproducir rangos dinámicos.
“Es que la encontró el ex profe de música de la conejita”. Y ahí dije, ¡zas!, sólo en el barrio te dejás la tarjeta en el banco y el que la encuentra te conoce. Y no sólo te conoce, tiene tu contacto. Y no sólo tiene tu contacto, te avisa, y la pasas a buscar y te la devuelve.
O sea, es imposible perder algo en el barrio. Porque lo que a uno se le cae, lo levanta el vecino. Desde entonces he comenzado a perder cosas por doquier. Las dejo, las suelto, las apoyo, y siempre vuelven a mí.
Dejo un zapato, un reloj, un libro, y no llego a alejarme tres saltitos que ya me tocan el hombro, “disculpe, esta es su motosierra?”. ¡Y claro que es mi motosierra! Cómo me conoce usted, barrio.
Todo lo que las grandes corporaciones hacen respecto de nuestra información privada, el barrio lo hace mejor, y con total discreción y respeto. El barrio es el Google de nuestra vida fuera de la pantalla. Salgo y le pregunto al tintorero, “¿va a llover?”, y él me dice. Le pregunto al carnicero qué onda con la inflación, y me anticipa los aumentos de la semana que viene.
Por eso, estás son cosas que suceden sólo en el barrio; a diferencia de las que suceden cuando uno está solo en el barrio, que la verdad que es algo imposible porque nunca se está solo en el barrio. Nunca. Siempre estamos rodeados en el barrio. Un sitio de cariño. Hermoso.
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