Un cura, un rabino y un conejo entran a un bar. El bar es San Bernardo, clásico de la gastronomía villacrespense. El cura es interpretado muy gentilmente por Luis Brandoni, pero no el Brandoni de ahora que es todo política y flota flotas; el bueno, el de mil nueve ochenta y seis. El rabino es ese actor que hace de amigo
judío en todas las películas, un capo. El conejo, obvio, soy yo, un servidor.
Muchos en el bar nos miran: algunos se preguntarán qué hace Brandoni de sotana, especulando sobre alguna serie nueva de Netflix; los más observadores notarán que está súper joven, y creerán tal vez que por fin la tecnología con la que le quitan años a los actores en la tele está disponible en la vida real; otros intentarán en vano recordar el nombre del actor que hace de amigo judío en todas las películas, en vano; un tercer grupo supongo que reconoce el formato clásico del chiste y anticipan ya el remate, aunque dirán qué hace un conejo ahí; la historia de mi vida.
Ya en la mesa, Brandoni comanda una botella de agua mineral sin gas. Sirve un vaso y nos mira con esa carita de pícaro que le sale tan bien antes de cerrar los ojos y elevar ambas manos, palmas hacia abajo. Un pequeño torbellino sacude el vaso y torna el agua lentamente en un color oscuro, mas no del todo opaco. Brandoni abre los ojos y retoma su expresión pícara. Dice simplemente “un malbec”. El amigo judío de todos, sin pausa ni prisa, toma el vaso y lo vacía de un trago en su garganta. Luego procede a eructar un estruendo trompetoso y anuncia que han caído los muros de Jericó.
Yo con un gesto pido al mozo un cortado, un milagro mucho más simple, el de la comunicación gestual. Brandoni entonces produce un mazo de cartas y procede a mezclarlo con la habilidad de un croupier marplatense en temporada alta; el sonido de la baraja atrae espectadores sueltos con su eterna promesa de riesgo y entretenimiento. El cura aprovecha la presencia de testigos para demostrar que el mazo es ordinario, le pide a un tercero que lo examine, que haga cortes; el testigo intenta igualar las habilidades del cura en el manejo de naipes, pero los nervios le juegan una mala pasada. Vuelan cartas por los aires. La concurrencia aporta sonidos guturales involuntarios, mezcla de vocales y sibilancias. El único que no se altera es Brandoni; con la prestancia de la lengua del camaleón, toma un naipe en pleno vuelo. Pero el naipe ya no es tal, si no una foto autografiada de la primera actriz, China Zorrilla. Todos aplauden, salvo yo y el rabino, que espera en calma el fin de la ovación y se pone de pie. Ceremoniosamente toma su sombrero y lo retira de su cabeza, exhibe el vacío que ha dejado su cabeza en el interior del mismo, y ahora mete una de sus manos adentro.
Yo ruego que no intente sacar un conejo, más que nada porque mi primo Carlos labura de conejo de mago y le debo plata. Pero no, el rabino invoca un monociclo antiguo al que se sube de un salto. Mantiene el equilibrio con movimientos algo bruscos, hacia adelante y hacia atrás; con gestos pide que le arrojen cosas: le tiran una bola de billar, un taco, una botella de cerveza. El rabino construye con las tres piezas un acto de malabarismo. La concurrencia responde con sonrisas infantilizadas, alguno codea al de al lado y le hace cejas mientras asiente, como diciendo “mirá”, lo que es contradictorio porque, hasta la interrupción del codazo, el otro ya estaba mirando.
El rabino, aún no satisfecho, reclama nuevos objetos: le arrojan una silla, la colección completa de la saga de Harry Potter, tapa dura, y un calefón antiguo. El rabino incorpora sin problemas todo lo arrojado a su acto. La gente bate palmas; todos menos Brandoni, que aprovecha para pedir tres empanadas de carne. Pero el rabino velozmente suma las empanadas al malabarismo, junto con un Volkswagen cero kilómetros y un niño en edad escolar.
Brandoni llega al límite de lo que puede soportar su ego y sufre un fulminante ataque al corazón, justo cuando el rabino incluye en su acto de malabarismo al coro estable del Colón, un buque antiguo de pesca, y el edificio del Congreso, con marcha de jubilados incluída. El cuerpo del cura golpea el piso, cae con silla y todo, lo que distrae momentáneamente a la multitud. “Una ambulancia, llamen una ambulancia”, gritan voces de preocupación. Pero el actor muerto hace un gesto de que aguarden un momento y resucita, bañado en gloria y luz. La gente llora desconsolada, cargan al cura en andas y lo pasean por avenida Corrientes.
Quedamos en el bar solo yo y el rabino, que guarda cuidadosamente el monociclo de vuelta en el sombrero antes de retornarlo a su cabeza. “Siempre gana con lo de palmarla”, dice el rabino sin tristeza, con aceptación. Yo no estoy tan seguro de quién fue la victoria; creo que pudo haber sido mía. A fin de cuentas, el mayor milagro es la revolución de las cosas más pequeñas. Simplemente vivir en medio del caos, ser tierno con el otro, y tratar de ser feliz. No tendrá la prensa de los milagros, pero a fin de cuentas nada es más importante que vivir y dejar vivir.
Para afirmar este hecho entra Dios al bar, se sienta en una mesa del fondo. Como no hay nadie, lo atiendo yo, me cuelgo un repasador del brazo para despejar cualquier duda de que en este momento soy el mozo. Avanzo con indiferencia hasta la mesa del Señor. “Si”, le digo, indicando que estoy listo para recibir su orden. Dios pide un sanguche de milanesa completo, sin huevo, y un chiste. Miro al rabino, que se encoge de hombros y va a la cocina. Mientras tanto, le digo a Dios “Un conejo, un cura, y un rabino entran a un bar”. El resto es historia…
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