Existe una única forma de nombrar cada intersección del barrio de Villa Crespo. Decimos “Corrientes y Scalabrini”, y no “Scalabrini y Corrientes”. Hay algo ahí, implícito, que hace que suene bien de una sola forma. “Castillo y Serrano” no sólo se siente muchísimo mejor que “Serrano y Castillo”, se siente verdadero. Probá decirlo en voz alta: “Castillo y Serrano. Serrano y Castillo. Castillo y Serrano”.
No es que digamos primero la calle más importante, porque decimos “Frías y Warnes”, decimos “Darwin y Corrientes”. ¿Qué clase de persona diría “Corrientes y Darwin”? Tampoco es que su lugar en la intersección sea siempre el mismo. Decimos “Angel Gallardo y Drago”, y “Angel Gallardo y Marechal”. Un poco más allá decimos “Hidalgo y Angel Gallardo” y “Olaya y Angel Gallardo”, pero justo antes de morir o transformarse, que fuera de los límites de Villa Crespo para nosotros es lo mismo, vuelve a ser “Angel Gallardo y Honorio”.
Hay otras calles que no cambian nunca, siempre decimos “...y Malabia”. Hay otras calles cuya esencia no sobrevive, porque todas las formas de nombrar a Canning se invirtieron cuando pasó a llamarse Scalabrini.
Lo sabemos, ¿no? La importancia de cómo nombramos las intersecciones de Villa Crespo. Aunque no nos detengamos a analizarlo, como andar en bicicleta sin pensar en la coordinación de movimientos porque el momento en el que se hace es el momento en el que se pierde el equilibrio. Por más que las nombremos de manera inconsciente, entendemos la importancia. Por eso nunca decimos “¿querés venir a cenar a casa?”, sino que decimos “che, venite el martes a Lerma”. Decimos “¿sabés que nunca me volví a atrever a pasar por Galicia? Creo que no soportaría ver cómo está ahora, cambiado, y tampoco soportaría si siguiera igual, como si nada hubiera pasado”. Decimos “...y en algún momento voy a tener que vaciar Aráoz, siguen todas las cosas de mis viejos ahí”. Lo decimos así porque en esas frases hay verdad, y verdad es llamar a las cosas por su nombre.
Está claro que no me refiero a cuando el orden indica algo específico, como cuando le decimos al taxista: —“Qué tal, vamos a Serrano y Padilla”, y no “A Padilla y Serrano”. Aunque suene mal, estamos indicando que nuestro destino está sobre la primera calle que nombramos, cruzando la segunda. Aún así, yo siempre digo que voy a “Thames y Muñecas” y cuando llegamos agrego —como si recién entonces cayera en la cuenta de algo— “¿Sabés qué? Mejor acá doblando, casi llegando a Juan B. Justo”. Decir “Muñecas y Thames” requeriría un esfuerzo demasiado consciente, tensar los músculos de maneras inesperadas al hablar, que la lengua recorra el paladar como buscando una muela floja o un pedazo de vidrio en el bocado que se está masticando.
“Muñecas y Thames” no sólo me marcaría como alguien que no es de Villa Crespo o no es porteño, incluso, sino como alguien que no habla castellano. Alguien que estudió demasiado las formas que tenemos los seres humanos y al intentar imitarnos, se delata. Como perder el equilibrio en una bicicleta. En cambio, yo nunca estuve en “Casafoust y Villafañe” y aún así tengo la certeza fulminante que así es como se dice, aunque esta sea la primera vez en la vida que nombro la intersección en voz alta. Lo decimos así porque en los nombres hay poder, y nombrar a las cosas nos da poder sobre ellas.
Claro que hay razones fonéticas, lingüísticas, rítmicas, poéticas, que explican las enumeraciones. En castellano a veces ponemos la palabra más corta primero como en corte y confección, lo simbólico, como blanco y negro, o hasta la deferencia, damas y caba- lleros. La cacofonía de que la primera palabra no debería terminar con I, que deberíamos sacarnos de encima rápido las consonantes ásperas, que suena mejor terminar una pareja con un sonido suave. Ninguna de las reglas aplica para las intersecciones del barrio de Villa Crespo. “Ferrari y Acoyte”, “Humboldt y Huaura”, “Beláustegui y Cucha Cucha”.
Supongo que en este punto debería ensayar algún tipo de explicación para las intersec- ciones de Villa Crespo, con sus escudos de Atlanta en las ochavas, los autos en doble fila en Warnes, los empedrados que asoman debajo de capas finas de asfalto, las bicisendas y las madres luchando por subir cochecitos a los que se les traba la rueda en la canaleta de la lluvia, vendedores de paltas a precios imposibles, negocios que anuncian con sus carteles que existen fuera del tiempo: galletitería, arreglo de videocaseteras. No la tengo. Pero si todos tácitamente nos pusimos de acuerdo en hacer esto, es porque la ciudad quiere que lo hagamos. Que nos acordemos en cada esquina que vivimos en ella, a pesar de lo que cada una de las calles con cartel negro y letras blancas pueda representar en la historia de cada uno de nosotros.
Las líneas paralelas nunca se cruzan en un plano. Salvo ellas, todas las demás líneas del barrio de Villa Crespo se cruzan, o podrían cruzarse si las extendiéramos lo suficiente, hasta que se encuentren en una X que marque el tesoro en el mapa. La encrucijada es un símbolo desarmante en su simpleza. Es contrapuesto, irrevocable, implica una toma de decisión. Es cruzar, ir más allá, cambiar. Según cuentan las leyendas, el diablo se te aparece en las encrucijadas. Y cuando lo haga, más te vale saber nombrarla.
Cuento publicado en el libro 40 AÑOS PCB, con el permiso del Programa Cultural en Barrios de la Dirección General de Promoción del Libro, Bibliotecas y la Cultura, dependiente del Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
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